El ladrido de unos perros advirtiendo la muerte se adelanta a las tempranas luces del amanecer que dibujan, desde la pequeña ventana del
dormitorio, la silueta de Estrella, silenciosa y serena, consciente de la ausencia -ahora sí eterna-
de un padre solitario y melancólico, desubicado y derrotado… condenado a vivir
en su propia sombra, a morir dejando de existir, de la misma forma en que cada noche se
abandona la vida por el sueño.
“Aquel amanecer, cuando encontré su péndulo debajo de mi
almohada, sentí que esa vez todo era diferente… que él ya nunca volvería a
casa”
La fascinación que Agustín despertaba en su hija, la
admiración que ella sentía hacia él y el profundo amor que ambos se profesaban
calladamente marcan los primeros años de
vida de la joven, que sin embargo, durante
los estadios más
herméticos de la tristeza de su padre también percibía el amargo desapego que les distanciaba inexplicablemente.
“Yo sabía que mi
padre estaba en casa. Durante todo el tiempo esperé a que me llamara, pero no
lo hizo. A mi silencio él respondía con el suyo. Fue así como de pronto
comprendí que él seguía mi juego, aceptando mi reto, para demostrarme que su
dolor era mucho más grande que el mío”
Ese sufrimiento contenido, la tristeza enquistada en el alma
y la nostalgia hecha enfermedad le paralizan, impidiéndole acercarse a Estrella, ahora adolescente,
cuando acude a él buscando respuestas
sobre un enigmático pasado del que apenas tiene la vaga referencia de un nombre
de mujer… y será así, con la verdad comprimiéndole la garganta como se despida
de ella, dejándola ir, sabiendo –él sí- que
ese sería el último secreto que guardaría.
“Le dejé allí,
sentado junto a la ventana, escuchando aquel viejo pasodoble, solo, abandonado
a su suerte.”