sábado, 16 de agosto de 2014

El Sur (1983)

El ladrido de unos perros advirtiendo la muerte se adelanta  a las tempranas  luces del amanecer  que dibujan, desde la pequeña ventana del dormitorio, la silueta de Estrella, silenciosa y serena,  consciente de la ausencia -ahora sí eterna- de un padre solitario y melancólico, desubicado y derrotado… condenado a vivir en su propia sombra, a morir dejando de existir,  de la misma forma en que cada noche se abandona la vida por el sueño.

“Aquel amanecer, cuando encontré su péndulo debajo de mi almohada, sentí que esa vez todo era diferente… que él ya nunca volvería a casa”

La fascinación que Agustín despertaba en su hija, la admiración que ella sentía hacia él y el profundo amor que ambos se profesaban calladamente  marcan los primeros años de vida de la joven,  que sin embargo, durante los  estadios  más  herméticos de la tristeza de su padre también percibía  el amargo desapego que les distanciaba  inexplicablemente.

 “Yo sabía que mi padre estaba en casa. Durante todo el tiempo esperé a que me llamara, pero no lo hizo. A mi silencio él respondía con el suyo. Fue así como de pronto comprendí que él seguía mi juego, aceptando mi reto, para demostrarme que su dolor era mucho más grande que el mío”

Ese sufrimiento contenido, la tristeza enquistada en el alma y la nostalgia hecha enfermedad le paralizan, impidiéndole  acercarse a Estrella, ahora adolescente, cuando  acude a él buscando respuestas sobre un enigmático pasado del que apenas tiene la vaga referencia de un nombre de mujer… y será así, con la verdad comprimiéndole la garganta como se despida de ella, dejándola  ir, sabiendo –él sí- que ese sería el último secreto que guardaría.


 “Le dejé allí, sentado junto a la ventana, escuchando aquel viejo pasodoble, solo, abandonado a su suerte.”

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